Mario Casas debuta como director y guionista con una historia de barrio sobre el peso de las malas decisiones y la herencia familiar
Los hermanos Casas están de enhorabuena y es que Mi soledad tiene alas ha echado a volar y ya está disponible en las salas de cine españolas. La ópera prima de Mario Casas como director y guionista, labor que comparte con la que fuera su pareja y actriz belga Deborah François, cuenta con la participación de Netflix y sigue a un grupo de tres amigos de la periferia de Barcelona que subsisten día a día dando palos en joyerías. Las circunstancias y un cúmulo de decisiones provocan un cambio en la vida de Dan, el protagonista de la cinta, y uno de estos atracos que lleva a cabo con sus amigos hace que tengan que huir hacia Madrid en busca de la ansiada libertad.
El mayor de los Casas ha demostrado con sus últimos trabajos como actor –Hogar, No matarás, El inocente o Bird Box: Barcelona– que ya poco queda de aquel joven sex symbol al que todos los directores dejaban sin camisetas y plantaban sobre una moto que todos tenemos en el recuerdo por películas como Tres metros sobre el cielo o la serie de televisión El barco. La edad adulta le trajo consigo la oportunidad de consolidarse en el mundo de actuación con papales que nada tenían que ver con su etapa más adolescente y que callaron todas aquellas bocas que decían que su carrera estaba estancada en un mismo rol.
Ahora, con su debut como director, podemos ver la mella y el bagaje que han ido dejando todos sus trabajos en él y cómo las circunstancias y lo vivido lo han traído hasta este preciso momento. Mi soledad tiene alas tiene esos toques del cine quinqui de los 80 (Yo, el Vaquilla) que Casas buscaba rememorar y rendir homenaje, y a la vez se aproxima a un cine de barrio, de casta, que parece vivir un pequeño auge entre nuestros directores naciones y que nos puede recordar en ciertas ocasiones a la última cinta de Daniel Monzón, Las leyes de la frontera (Netflix).
El resultado de la primera película dirigida por el gallego es más que aprobado. Eso sí, con algunas cosas en las que mejorar como buena ópera prima. Ha conseguido crear una historia que, aunque no acabe de aportar mucho a la ficción española y se quede huérfana de un nudo potente a mitad de película, consigue llegar al espectador a través de unos personajes muy bien construidos y que se caracterizan por la verdad que hay tras ellos. Y todo ello sin demasiado guion, hecho que hace que algunas subtramas o detalles se queden colgando y pasen desapercibidas
Una reflexión sobre la carga que suponen los fantasmas del pasado, las decisiones de nuestra familia y la sociedad que nos rodea y que, al fin de cuentas, nos va moldeando a su antojo. Todos estos conflictos los vemos a través de la mirada de Dan, personaje interpretado por Óscar Casas. Un joven que vive con su abuela, cuyo padre está en la cárcel y que sueña con una nueva vida en Berlín alejado de las drogas y lo robos, y centrada en la pintura. Una mirada artística que nos acompaña durante toda la cinta y que, a pesar de tener peso por si sola, queda en el aire y no es más que un mero complemento en la historia.
Durante las cerca de dos horas de película seguimos a Dan en la búsqueda de su destino e identidad a través de, casi en todo momento, cámara al hombro, primeros planos y planos dorsales que nos permiten observar lo que el observa. Ver a través de sus ojos. Esto aporta a la narración un ritmo que, junto a una muy buena fotografía, nos mete de lleno en la acelerada e imprevisible vida de los tres protagonistas. Y sí, también nos deja claro que Mario quiere que observemos más allá y veamos de cerca a su hermano, casi tan de cerca como él lo mira.
El propio director ha confesado en alguna que otra ocasión que Dan es un papel creado en exclusiva para su hermano y que supone, así, otra oportunidad para Óscar Casas. No sé cuál es el límite de chances que le podemos otorgar al joven Casas, pero parece ser que ha tenido que llegar su hermano para darle la mano, guiarlo y poder sacarlo del pozo en el que venía estando con sus últimos trabajos (Xtremo, Hollyblood, Pollos sin cabeza).
Es inevitable no ver el paralelismo entre las carreras de ambos hermanos, además de su parecido físico, pero todo apunta a que el despegar y el distanciamiento de ciertos papeles le va a llegar antes al benjamín. No es ningún secreto que el nivel actoral de Óscar Casas no ha estado rozando la brillantez y que, es más, nos tiene acostumbrados a ser el iceberg de sus trabajos, lo que nos saca más de sus películas. Se podría decir que en los últimos años el apellido Casas ha sido lo que le ha salvado y a la misma vez, su peor enemigo.
Atrás quedó aquel inocente niño que conocimos en Águila roja y pronto dio paso a un nuevo Mario de 24 años acompañado de un físico al que han estado ligados todos sus proyectos, al igual que pasaba con su hermano en sus orígenes. Fantasías que poco tienen que ver con la realidad. Es en este aspecto donde vemos que Mario Casas ha dejado a un lado el rol de director y se ha enfundado en el de hermano mayor, haciendo esta cinta exclusivamente por y para su hermano, para encumbrarlo y alejarlo de estereotipos en los que es fácil entrar y difícil salir. Le ha dado la mano y lo ha acompañado en un proceso que a él mismo le costó años de ensayo-error.
Porque si hay algo que está claro es que Mi soledad tiene alas es toda una declaración de amor entre hermanos cocinada a fuego lento. Pero, es evidente que Óscar Casas no podría brillar por sí mismo y necesitabas actuaciones potentes a su lado. Candela González, quien interpreta a Vio, es la encargada de sostener en todo momento al Dan de Óscar Casas y le da el apoyo necesario para poder seguir adelante.
Una protagonista femenina en toda regla que ha sido, y va a ser, el descubrimiento del año. Tendremos que ver todavía si no consigue colarse en las nominaciones al Goya del próximo año. Su acento, su juventud y dulzura la convierten en la perfecta compañera de viaje del joven Óscar y la dureza y pesimismo de su personaje.
Una combinación de buen reparto, buena banda sonora, localizaciones reales y un conjunto de extras sacados del propio barrio que consiguen crear la receta perfecta para un drama social que en esencia no quiere entrar demasiado en lo social. Quizás peque de superficialidad, pero los ingredientes los tenía.
Mario Casas entra de lleno en el mundo de la dirección con una obra fruto de su madurez cinematográfica y que le abre un completo universo por el que seguir auto descubriéndose como director. ¿Apostará por seguir desarrollando su cine dentro del cine de barrio o lo veremos dirigir algo diferente? Está claro que el mayor de los Casas ha agarrado la claqueta bien fuerte y no piensa soltarla.
Perfil de autor/a
- Sheila Bonoso
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